Figuración de la caída del cuerpo celeste que causó la extinción de los dinosaurios hace 65 millones de años. (Imagen: NASA)
Luis Alvarez y su hijo Walter, descubridores de la anomalía del iridio en el Límite KT. (Foto: Lawrence Berkeley Laboratory)
Richard A. Muller, autor de la teoría de Nemesis. (Foto: Universidad de Berkeley)
Cubierta del libro Tyranosaurus Rex y el cráter de la muerte, de Walter Alvarez.
Cubierta del libro sobre Nemesis de Richard A. Muller.
"Sospecho que los científicos del futuro
mirarán este episodio y sonreirán, pero no estoy seguro si lo
divertido es que algunos de nosotros nos dejáramos embaucar por algunas
falsas indicaciones de periodicidad y divagáramos con una historia
delirante sobre una estrella compañera imaginaria, o que la
mayoría de los científicos no lo tomaran en serio, de manera que
la estrella compañera que está ahí afuera, y que
cambiaría toda nuestra concepción del Sistema Solar, no se ha
encontrado nunca".
Walter Alvarez
La astronomía escribe la historia del conocimiento
del Universo a golpe de sorpresas. Muchos de sus descubrimientos fueron
profetizados décadas antes gracias a la observación y al estudio
sistemático de los astros, pero otros han obligado a la ciencia a mantener
furiosos debates antes de digerir hallazgos que iban en contra de lo
establecido. Ocurrió con Copérnico, Galileo y Kepler cuando
derrumbaron el modelo geocéntrico —la Tierra era hasta entonces el
centro de todo—; con Edwin Powell Hubble al postular la existencia de un
universo en expansión en el que la Vía Láctea, nuestra
ciudad estelar, no era la única, sino sólo una más entre
una vasta multitud de galaxias pobladas por miles de millones de estrellas, y también
con Subrahmanyan Chandrasekhar por sus teorías, ahora aceptadas, sobre
el colapso gravitatorio de las estrellas masivas, que actualmente se considera
como el camino hacia la formación de los agujeros negros.
Llegado el nuevo milenio, crece el número de
científicos convencido de que pronto obtendremos respuesta a esta
célebre pregunta: "¿Hay alguien ahí fuera?". Las
próximas misiones espaciales y los previsibles hallazgos de las nuevas
generaciones de telescopios terrestres y espaciales quizá puedan
encontrar en este mismo siglo
las pruebas de que no estamos solos. En la última década del
siglo XX, el descubrimiento de presumibles planetas extrasolares (que giran
alrededor de estrellas exteriores al Sol) creció abrumadoramente; tanto,
que antes del cambio de milenio el número ya era mayor fuera del Sistema
Solar que dentro de él. Las nuevas técnicas permiten detectar la
presencia de planetas o de discos protoplanetarios que el brillo de las
estrellas analizadas ocultaba antes, impidiendo a los telescopios la suficiente
resolución óptica para revelar algún cuerpo celeste junto
a ellas.
Todo esto ha hecho proliferar extraordinariamente el número de proyectos de búsqueda de planetas en otros sistemas solares, de forma que, salvo en lo que concierne a las misiones espaciales a los mundos vecinos de la Tierra, diríase que los astrónomos dan por hecho que todo o casi todo está descubierto ya en nuestro sistema solar, y que difícilmente los telescopios puedan aportar alguna novedad importante. Empero, quedan muchas cuestiones por resolver, en especial en relación con la posible existencia de objetos no descubiertos más allá de Plutón. De forma sucesiva, los descubrimientos de Urano, Neptuno y Plutón vinieron a intentar zanjar el debate histórico acerca del número de planetas existentes, pero los tres hallazgos no hicieron sino presentar a la ciencia nuevos enigmas, de suerte que desde 1930, año en que Clyde Tombaugh descubrió Plutón, seguimos sin saber si la corte planetaria del Sol termina o no en ese diminuto mundo, al que la Unión Astronómica Internacional (IAU) dejó de considerar como planeta en 2006 por su pequeño tamaño y pasó a catalogarlo como planeta enano.
Más allá de Plutón
Además de plantearnos si "hay alguien ahí
fuera", la incertidumbre sobre lo que puede haber más allá
de Plutón ha suscitado otra pregunta sin respuesta: "¿Hay
algo ahí fuera?". Los estudios científicos para aclarar este
enigma se han encaminado, por un lado, hacia la búsqueda del denominado planeta X y, por otro,
hacia la localización de una posible estrella compañera del Sol
que no haya sido encontrada aún a causa de su débil brillo.
Así, hay una pléyade de científicos que está
dedicando una parte de sus investigaciones a intentar descifrar algunos de los
enigmas pendientes del Sistema Solar. Mientras la astronomía
"oficial" pasa de puntillas sobre esta cuestión, un grupo
encabezado por Richard A. Muller desarrolla desde el observatorio
norteamericano de Leuschner un proyecto sistemático de búsqueda
de una supuesta estrella compañera del Sol, a la que en la década
de los 80 se bautizó con el nombre de Némesis, la diosa griega de
la venganza.
No existe ninguna prueba de su existencia. En realidad,
Némesis es una respuesta —naturalmente, no la única—
a otro dilema científico, que se sintetiza en el siguiente interrogante:
¿qué clase de proceso cósmico es capaz de causar en la
Tierra extinciones masivas con una periodicidad concreta de 26 a 32 millones de
años? Una de las contestaciones plausibles a este misterio es que el
Sistema Solar tenga otra estrella además del Sol, aunque de
tamaño y brillo mucho menores, con un periodo orbital de millones de
años y todavía no observada. Una estrella oscura diminuta, pero
con la suficiente masa para alterar las nubes cometarias existentes más
allá de la órbita de Plutón y producir, a intervalos de 26
a 32 millones de años, un incremento de la afluencia de cometas hacia el
sistema solar interno, aumentando a su vez la probabilidad de que alguno de
ellos choque con la Tierra, con consecuencias devastadoras para la vida sobre
el planeta.
Si enunciamos el asunto de una forma simple, concibiendo
Némesis como mera hipótesis en el contexto de las teorías
actuales sobre el Sistema Solar, no es extraño que la mayoría de
los astrónomos se muestre
extraordinariamente escéptica. Sin embargo, si juzgamos el proceso
cronológico de los hallazgos geológicos relacionados con las
extinciones masivas, resulta difícil esquivar la avalancha de preguntas
que inmediatamente se suscitan sobre su origen y que, se quiera o no, conducen
a sospechar que hay algún fenómeno cósmico
periódico que marca la evolución de la vida sobre la Tierra. Es
importante distinguir ambos planteamientos: el principio de la teoría no
surge porque alguien postule de antemano que el Sol tiene una estrella
compañera, y de ahí cabría deducir los episodios
periódicos de extinciones, sino que son éstos los que se han
descubierto y conducen a sospechar la existencia de Némesis.
Hasta finales de los años 70 se mantuvo la creencia generalizada de que los volcanes, en épocas de muy intensa actividad y violentísimas erupciones, fueron el factor principal de extinciones aleatorias a lo largo de la historia. Pero en 1979, las investigaciones realizadas por el geólogo Walter Alvarez dieron un vuelco a los conocimientos sobre la extinción que se produjo hace 65 millones de años, al descubrir la presencia anormal de iridio en los sedimentos de la corteza terrestre que separan el paso del periodo Cretácico al Terciario. Él y su padre, el físico y premio Nobel (1968) Luis Walter Alvarez, de ascendencia española, hallaron pruebas contundentes de que había un exceso de iridio en lo que los geólogos denominan el límite KT, el umbral que separa los periodos Cretácico y Terciario, y que coincidía con la desaparición masiva de vida que se produjo en nuestro planeta. Surgió rápidamente la tesis de un origen extreterrestre de ese exceso de iridio, lo que a su vez condujo a las primeras teorías sólidas sobre el impacto de un cuerpo celeste ocurrido hace 65 millones de años. El choque de un cometa o un asteroide de unos 10 kilómetros de diámetro pudo ser suficiente para extinguir a una gran parte de las especies, como prueban los estudios actuales sobre sus consecuencias. Aunque su tamaño únicamente provocaría inicialmente una catástrofe local en el lugar de la colisión, las consecuencias subsiguientes sobre la atmósfera debieron hacer de la superficie terrestre un infierno. Tras un calentamiento brutal como consecuencia del choque, el polvo y las partículas en suspensión levantadas por la violenta colisión produjeron un paulatino enfriamiento al ocultar la radiación solar. El aire se convirtió durante un largo periodo en un manto negro letal para la mayoría de los seres vivos, que no pudieron superar el trance. La extinción de los dinosaurios sólo fue una más entre las de miles de especies que desaparecieron de la Tierra, ya que muchos investigadores coinciden en que debieron perecer prácticamente todas las que tenían un peso superior a los 25 kilogramos, al no poder adaptarse a las durísimas condiciones ambientales.
Extinciones periódicas
El impacto explicaría, pues, la extinción
ocurrida en el límite KT, pero nada más, puesto que el choque de
asteroides o cometas con la Tierra —o con cualquier otro planeta;
recuérdese la caída del Shoemaker-Levy sobre Júpiter en
julio de 1994— es algo que, aparentemente, ocurre de forma impredecible
en el tiempo. El desafío científico llegó de la mano de
los paleontólogos David Raup y Jack Sepkoski, quienes tras estudiar el
registro fósil llegaron a la conclusión de que la Tierra es
escenario de extinciones masivas cada 26 millones de años
aproximadamente, lo que introdujo una sorprendente perspectiva de
difícil explicación. ¿Qué extraordinario episodio
periódico de la naturaleza podía provocar algo semejante, como si
se tratara de un reloj cósmico de enormes proporciones?
Raup y Sepkoski enviaron sus conclusiones a Walter Alvarez y
a su padre, que inicialmente se mostraron muy escépticos con los
resultados de una investigación difícilmente asumible. Y en este
punto apareció el fantasma de Némesis: Raup-Sepkoski y los
Alvarez trasladaron la cuestión al astrónomo Richard A. Muller,
que la estudió junto a Piet Hut y Marc Davis. Nació la
hipótesis de que el Sol podía tener una estrella
compañera, no conocida, cuyas perturbaciones gravitatorias originaban un
flujo anormal de cometas hacia la Tierra a intervalos de 26-32 millones de
años. La existencia de un sol oscuro en la región más
remota del Sistema Solar era una teoría audaz, pero aportaba una de las
mejores respuestas a las reveladoras evidencias sobre la periodicidad de las
extinciones.
La "pistola humeante"
Los acontecimientos científicos protagonizados en
conjunto por el tándem Raup-Sepkoski, Luis y Walter Alvarez, y el grupo
de astrónomos encabezado por Richard A. Muller conforman uno de los
trabajos detectivescos más apasionantes en la historia de las
investigaciones de final de siglo. Aunque sus teorías hayan sido objeto
de numerosas réplicas y el equipo de Muller no haya podido demostrar
que Némesis existe, la cadena de
descubrimientos relativos al impacto meteórico ocurrido en el
límite KT y a la sucesión de extinciones periódicas
recibieron un importante espaldarazo gracias a un espectacular hallazgo: el cráter de Chicxulub.
Cuando Walter Alvarez y su padre propusieron su
teoría del impacto de un cometa o un asteroide como causa de la
extinción ocurrida hace 65 millones de años, la principal
crítica que recibieron fue la ausencia del cráter demostrativo de
la colisión. El propio Walter Alvarez y sus colaboradores emprendieron
su búsqueda, que se vio recompensada a principios de los 90, cuando se
logró identificar un enorme cráter de impacto en la
península de Yucatán, donde estaba enterrado varios
kilómetros por debajo de la superficie. Los trabajos de campo realizados
por los geólogos corroboraron numerosos datos del cráter que lo
relacionaban con el impacto del límite KT, hace 65 millones de
años. Posteriormente, la NASA ha obtenido imágenes del
cráter que atestiguan que el orificio central tiene un diámetro
próximo a los 200 kilómetros. Tanto Alvarez y su equipo como los
demás geólogos que actualmente comparten sus teorías,
denominan al cráter de Chicxulub la "pistola humeante", algo
así como el vestigio incontestable de una colisión que,
además de provocar una gigantesca extinción sobre la Tierra, ha
servido 65 millones de años después para imprimir un cambio de
rumbo en los conocimientos científicos sobre la materia.
Cuando se halló la "pistola humeante",
Richard A. Muller ya había emprendido su infatigable búsqueda de
Némesis. Antes de que Walter Alvarez plasmara la narración de sus
descubrimientos en su famoso libro Tyranosaurus rex y el cráter de la
muerte, Muller escribió Némesis, la estrella de la muerte, pero
lo más importante es su proyecto de búsqueda sistemática
de la supuesta compañera del Sol. Se eligieron unas 3 000 estrellas
candidatas, en su mayor parte enanas rojas. Aun en el supuesto de que Némesis exista,
encontrarla es una de las tareas más arduas emprendida por un grupo de
astrónomos. Pese a que los catálogos celestes actuales tienen
clasificadas la mayoría de las estrellas, la principal dificultad es
estudiar cada una de ellas para averiguar la distancia a la que se hallan, su
tamaño y otras características que permitiesen confirmar, en su
caso, que se trata de la segunda estrella de nuestro sistema solar.
Estrellas binarias
La posibilidad de que el Sol sea realmente una estrella
binaria no es, en sí, descabellada. Cualquiera que eche un vistazo al
cielo nocturno a través del telescopio podrá observar que los
sistemas estelares dobles, triples y cuádruples se cuentan a miles en la
Vía Láctea, y lo propio debe ocurrir en lasdemás galaxias.
Son binarias o múltiples la mayoría de las estrellas famosas,
como Sirius, Alfa Centauri, Rigel, Polaris, Deneb, Capella y Mizar. Si se
analizan los catálogos estelares podrá comprobarse que son
aplastante mayoría los sistemas múltiples, esto es, los sistemas
solares formados no por una estrella única, sino por dos o más
unidas en torno a un centro de gravedad común.
Para nosotros, el sistema múltiple más cercano
es el de Alfa Centauri. Lo integran tres estrellas: Alfa Centauri A
(también llamada Rigil Kentaurus), Alfa Centauri B y Próxima
Centauri. La primera de ellas es prácticamente idéntica en casi
todo al Sol, ya que su tamaño es muy similar, así como su clase
espectral, temperatura y color. Aunque genéricamente se sitúa el
sistema de Alfa Centauri a una distancia de 4,3 años luz del Sol, de las
tres estrellas del grupo, Próxima Centauri es la más cercana, ya
que se estima en 4,2 años luz la distancia que nos separa de ella. Se trata
de una enana roja cuyo brillo es 20.000 veces inferior al del Sol y al de Alfa
Centauri A.
Para entender adecuadamente cómo es un sistema
estelar múltiple resulta muy adecuada la comparación del caso de
Alfa Centauri con el nuestro. Las dos componentes principales de aquél,
Alfa Centauri A (Rigil Kentaurus) y Alfa Centauri B están separadas
entre sí alrededor de 3.500 millones de kilómetros, lo que
significa que están más cercanas entre sí que Neptuno del
Sol. Si colocaramos Alfa Centauri A en el sitio del Sol, Alfa Centauri B
estaría entre las órbitas de Urano y Neptuno, y desde la Tierra
la observaríamos como una diminuta bola de luz brillante, aunque no nos
calentaría a causa de su lejanía. En estas condiciones, aunque
habría una estrella principal —Alfa Centauri A en el sitio del
Sol—, la observación de Alfa Centauri B nos habría
permitido saber que era un segundo sol de nuestro mismo sistema.
En cambio, Próxima Centauri (Alfa Centauri C) orbita
alrededor de Alfa Centauri A a unos 1.600 billones de kilómetros de
distancia, o lo que es lo mismo, a unas 250 veces la distancia que separa
Plutón
del Sol. Próxima es una enana roja de brillo débil que está
a 0,1 años luz de las otras dos componentes del triple sistema de Alfa
Centauri, y no es más que un ejemplo de la enorme muchedumbre de
estrellas múltiples que cada noche están al alcance de los
telescopios. Como ilustran el sistema de Alfa Centauri y las demás
estrellas mencionadas, la Vía Láctea está llena de
sistemas estelares múltiples.
Que el Sol tuviera una compañera no sería algo
extraño; más bien, lo raro es que no la tenga, o que si la tiene,
no se haya podido descubrir todavía. Y también entra dentro de lo
posible que ese otro sol oscuro no conocido exista y no tenga relación
alguna con las extinciones periódicas que se producen cada 26-32
millones de años. En 1999, el físico Daniel Whitmire, de la
Universidad de Louisiana (Estados Unidos), publicó en la revista científica
internacional Icarus un interesante trabajo en el que propone la presencia de
una objeto perturbador en los confines del Sistema Solar. Se trataría de
una enana marrón, un tipo de objeto celeste descubierto muy
recientemente, que puede considerarse un sol frustrado, un
cuerpo celeste a mitad de camino entre un planeta y una estrella, que no
alcanzó la suficiente energía para arder en forma de estrella.
Según el artículo de Whitmire, esta enana marrón se hallaría
a unas 30.000 unidades astronómicas (UA) —una unidad
astronómica equivale a 150 millones de kilómetros, la distancia
media entre la Tierra y el Sol—, o lo que es lo mismo, a unos 4,5
billones de kilómetros, y su masa sería tres veces mayor que la
de Júpiter, el planeta más grande del Sistema Solar.
En los años 80, Whitmire ya aportó ideas
al modelo de Némesis y a su posible relación con
las extinciones masivas en la Tierra, pero su trabajo sobre la
posible existencia de una enana marrón más allá de
Plutón está referido a un objeto diferente, aunque las dos
teorías no se excluyen entre sí, por lo que el modelo considera
compatible la existencia de las dos. Sin embargo, Whitmire no relaciona la
enana marrón de su teoría con las extinciones masivas, ya que
para explicar éstas existen otras hipótesis de naturaleza
cósmica que no necesariamente requieren la existencia de un astro
perturbador. Sin duda, de las teorías cósmicas alternativas para
explicar la periodicidad de las extinciones, la de mayor peso es la relacionada
con los efectos gravitatorios sobre el Sistema Solar que produce la
rotación de la Vía Láctea, nuestra galaxia. El Sol y su
corte de planetas se hallan en uno de los
brazos galácticos, a unos 30.000 años luz aproximadamente del
centro de la Vía Láctea, una espiral de unos 100.000 años
luz de extremo a extremo, que aglutina a unos 150 000 millones de estrellas. La
galaxia, como hacen las demás, gira sobre sí misma, aunque los
brazos exteriores e interiores lo hacen a velocidades diferentes, que son
más lentas cuanto más lejanos están al centro. En la
región que habita el Sistema Solar, se estima que el periodo de
rotación es de unos 225 millones de años, pero en ese tiempo, el
Sol y su familia de planetas —con sus lunas—, asteroides y cometas
cruzan diferentes zonas del espacio y se alejan o acercan al plano
galáctico, lo que produce alteraciones gravitatorias significativas.
Estas alteraciones serían suficientes para perturbar la Nube de Oort, un
gigantesco conglomerado en el cual se cree que están la mayor parte de
los cometas del Sistema Solar. Debe su nombre al astrónomo Jan Hendrik
Oort, quien en 1950 propuso la existencia de un gran halo cometario que se
extendería hasta unas 100.000 unidades astronómicas, muy alejado
de la parte interior del Sistema Solar en la que se hallan el Sol y los planetas. A
esta nube pertenecerían los millones de cometas que forman los despojos
del Sistema Solar, es decir, los fragmentos de la nebulosa primigenia de la que
nacieron el Sol y todos los planetas y sus satélites.
Es especialmente llamativo que la teoría de
Némesis y la de los efectos sobre el Sistema Solar derivados de la
rotación de la Vía Láctea se fundamentan en las
perturbaciones sobre la Nube de Oort. En el caso de Némesis, la supuesta
influencia de la estrella oscura compañera del Sol favorecería
una mayor afluencia de cometas desde la Nube de Oort hacia el Sistema Solar
interior y la Tierra, con la conocida periodicidad de 26-32 millones de
años. La otra teoría se basa también en perturbaciones en
la Nube de Oort, con las mismas consecuencias, pero debidas al influjo
gravitatorio que se produce en el Sistema Solar cuando éste cruza el
plano de la galaxia.
Los estudios futuros sobre Némesis se centrarán, previsiblemente, en observaciones en el espectro no visible, en la zona del infrarrojo. Richard A. Muller y su equipo han decidido, asimismo, extender la búsqueda a estrellas candidatas que sólo son visibles desde el hemisferio sur, aunque el reto figura entre los más ambiciosos de un proyecto astronómico. Quizá la misteriosa estrella oscura no exista o no se encuentre nunca, pero el mejor argumento a favor de la teoría de Némesis es que constituye una de las respuestas más sólidas para explicar el enigma de las extinciones periódicas sobre la Tierra. Aunque su existencia sea dudosa, pocas o ninguna de las respuestas alternativas ofrece un argumento mejor.
© Vicente Aupí. Artículo adaptado del libro del autor Los enigmas del Cosmos.
"Aun a pesar de tener relojes rotos en los baúles, en las Nubes de Magallanes se guardan los más absolutos y recónditos momentos"
Carmen Cortelles
Estrellas y borrascas
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