Estrellas y Borrascas

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CLIMA

Meteoros: belleza y magia en el cielo

Cencellada en el Col du Pertuis (Francia) en enero de 2009. (Foto: Gonzalo Aupí Cortelles)

Antigua ilustración que recrea la extraordinaria lluvia de meteoros causada por la desintegración del cometa Biela el día 27 de noviembre de 1872. (Imagen: Observatorio Astronómico de la Universidad de Valencia)

Aurora boreal sobre Alaska. (Foto: NASA)

No es sólo la dependencia actual que tiene cualquier actividad humana de las condiciones atmosféricas. Ni siquiera la fragilidad de la sociedad actual frente a fenómenos adversos, que nos hace estar pendientes del tiempo en todo momento. El interés popular por la meteorología y el clima va mucho más allá y también descansa en la fascinación por la belleza y la magia de muchos de los fenómenos que nos brinda el cielo: los colores indescriptibles de un arco iris, el sobrenatural espectáculo de algunos fenómenos ópticos y eléctricos, como el espectro de Brocken y las auroras boreales; la inmaculada pureza de una copiosa nevada... Los meteoros, entendiendo tales como los fenómenos de diferentes naturalezas que se producen en la atmósfera, cautivan al ser humano desde siempre, como lo han hecho las estrellas, los planetas y los acontecimientos que se producen más allá de la atmósfera. En realidad, en sus orígenes, la observación de los procesos atmosféricos y de los fenómenos cósmicos formaba parte de una misma fascinación por todo lo que acontecía en la bóveda celeste, puesto que en la antigüedad la ciencia aún no había distinguido la frontera que separa la envoltura gaseosa de nuestro mundo del resto del Universo. Todo cuanto acontecía en el cielo formaba parte de lo mismo y, en esencia, aunque ahora sepamos que la atmósfera y los meteoros son algo local desde una perspectiva cósmica, el asombro que seguimos sintiendo actualmente por los fenómenos meteorológicos guarda mucha relación con nuestra atávica debilidad por la belleza de todos los acontecimientos de la naturaleza que nos hacen preguntarnos por nuestros propios orígenes como hijos que somos de las estrellas.

Entre los meteoros que más pasiones despierta se encuentra la nieve. A pesar de las molestias que generan en las comunicaciones, las nevadas hipnotizan a los niños y hacen aflorar buenos sentimientos entre los mayores. Cuando la tierra se cubre de blanco no sólo el hombre sabe admirar su belleza, sino que también otras especies participan de ella, y no es difícil comprobar la felicidad con la que los perros juegan sobre ella admirados tras una noche en la que densos copos cambian el paisaje depositando una hermosa capa blanca. Lo cierto es que el simbolismo y la veneración por la nieve arraigaron durante la Pequeña Edad del Hielo, el periodo de fríos rigurosos que abarcó desde el siglo XVII hasta finales del XIX. La imagen victoriana de las navidades blancas se forjó en esa etapa de nuestro clima reciente y, desde entonces, en el hemisferio norte hemos vinculado siempre tan señaladas fechas a las clásicas estampas de paisajes nevados, algo que no han podido compartir los habitantes del hemisferio sur porque allí, en diciembre, es verano.

Navidades al margen, es cierto que el protagonismo de la nieve en España ha aumentado en estos inicios del siglo XXI. Desde 2001, los inviernos han sido más nivosos que los de los años 80 y 90, pero las nevadas más célebres tienen sus correspondientes efemérides a lo largo del siglo XX. Y citaremos algunos ejemplos, como el de los últimos días de noviembre de 1904, en los que un copiosísimo temporal dejó en Madrid uno de los mayores espesores de la historia, ya que en algunas zonas ajardinadas se acumuló un metro y medio. Algo digno del recuerdo teniendo en cuenta que ahora la nieve es casi una anécdota en una gran ciudad como Madrid, porque su isla de calor es tan acusada que son necesarios temporales intensos para que la nieve cuaje en sus calles. Medio siglo después, en febrero de 1954, toda España vivió una gran ola de frío y nieve, pero uno de los hechos sobresalientes fue la extraordinaria nevada de la que fueron testigos los ciudadanos de Huelva, cuyas calles se cubrieron con un manto blanco de casi medio metro de altura. Y en las navidades de 1962 Barcelona, donde la nieve suele aparecer al menos una o dos veces por década, fue escenario de una de las nevadas más extraordinarias del siglo pasado, que permitió ver a algunos esquiadores practicando su deporte preferido en un enclave metropolitano tan emblemático como es la plaza de Cataluña.

Auroras boreales en España

Fueron acontecimientos meteorológicos destacados, como los que periódicamente también protagonizan otros meteoros como la lluvia y el pedrisco, pero a pesar de su excepcionalidad no dejan de ser previsibles. No lo es tanto, en cambio, que desde lugares tan meridionales como la Comunidad Valenciana pudiera observarse en noviembre de 2003 una aurora boreal. Las crónicas históricas nos hablaron siempre de que en los ciclos de mayor actividad solar el límite de visibilidad de las auroras boreales llegaba, en el caso de España, a la fachada cantábrica, desde la que muchos observadores han conseguido ser testigos privilegiados de uno de los meteoros más bellos que pueden contemplarse. Pero en los relativo a la atmósfera, como en el cosmos, el creciente número de observadores nos está permitiendo asistir con mayor frecuencia a fenómenos raros, como los tornados, de los que antes apenas se tenía noticia en España y actualmente nos visitan todos los años, o a acontecimientos tan sublimes como el de una aurora boreal vista desde el paralelo 40. En el caso de la de noviembre de 2003, que se debió a un súbito aumento de la actividad solar, el fenómeno también fue observado desde diversas zonas de Cataluña.
El concepto de meteoro es tan amplio que dentro de él se incluye la mayor parte de los fenómenos atmosféricos, y en eso reside su magia, puesto que engloba cosas tan diferentes como las precipitaciones (lluvia, nieve, granizo), los efectos ópticos (espectro de Broken, parhelios, arco iris) y procesos relacionados con la electricidad y/o el magnetismo, como el rayo, el fuego de San Telmo y las auroras polares. El concepto también se extiende a las famosas lluvias de estrellas fugaces o lluvias de meteoros, que se producen cuando fragmentos de un meteoroide o restos cometarios penetran en la atmósfera y se vuelven incandescentes por el rozamiento con el aire. Sólo en el caso de que esos fragmentos sean lo suficientemente grandes para no desintegrarse y alcancen el suelo, el meteoro se convierte en meteorito

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"Aun a pesar de tener relojes rotos en los baúles, en las Nubes de Magallanes se guardan los más absolutos y recónditos momentos"

Carmen Cortelles

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