Eclipse de Luna del 4 de mayo de 1985. (Foto: Vicente Aupí)
Secuencia del eclipse del 17 de agosto de 1989. La imagen central corresponde a la totalidad. (Foto: Vicente Aupí)
Luna prácticamente desaparecida en la totalidad del eclipse del 9 de diciembre de 1992, uno de los más oscuros del siglo XX, tras la erupción del Pinatubo en 1991. (Foto: Vicente Aupí)
Eclipse del 16 de septiembre de 1997. (Foto: Vicente Aupí)
Eclipse del 21 de enero de 2000, uno de los más claros. (Foto: Vicente Aupí)
Volcán Pinatubo en plena erupción el 12 de junio de 1991. (Foto: Richard P. Hoblitt/USGS)
Caldera del volcán Tambora. (Foto: NASA Earth Observatory)
En 2016 se conmemoró el segundo centenario del llamado "Año sin verano", uno de los grandes acontecimientos de la historia del clima por su impacto en Europa y otras regiones del hemisferio norte, en las que 1816 fue el año más frío de los últimos siglos a causa del taponamiento de la radiación solar producido por los aerosoles inyectados en la estratosfera por el volcán Tambora, protagonista en la isla indonesia de Sumbawa de una de las mayores erupciones de todos los tiempos. Las adversidades meteorológicas de aquel episodio no fueron invernales, sino que se cebaron durante la primavera y el verano en las cosechas de las que dependían los habitantes de buena parte del continente europeo en una época en la que la agricultura tenía un papel primordial como medio de vida. Heladas en pleno verano, exceso de lluvias y temperaturas que se mantuvieron por debajo de lo normal durante la mayor parte del verano conforman algunos de los pasajes que dejaron las crónicas de 1816 para la historia. Su carácter excepcional queda acreditado por el hecho de que se siga recordando en todo el mundo dos siglos después. La erupción del Tambora es, seguramente, la más notable por sus efectos sobre el clima de la Tierra de cuantas se han producido en los siglos recientes, aunque no la única. Las evidencias de su impacto las encontramos en las crónicas sociales de la primera mitad del siglo XIX, en los estudios científicos y, también, en la visión de artistas como William Turner, que quedaron impresionados por la belleza sobrenatural de los crepúsculos de aquellos días, en los que el juego de luces y colores era indescriptible. Turner y otros pintores plasmaron con su pincel lo que vieron sus ojos mientras Europa sufría una de las peores hambrunas del siglo XIX.
La del Tambora, por su violencia y volumen y masa de partículas vomitadas a la atmósfera, forma parte del grupo de erupciones plinianas, las más colosales, que reciben esta denominación en memoria de Plinio el Viejo, víctima del bíblico estallido del Vesubio del año 79 d. C., que destruyó la ciudad de Pompeya. También se consideran plinianas erupciones recientes como las del Monte Santa Helena (Estados Unidos) en 1980 y la del Pinatubo (Filipinas) en 1991. En realidad, debe subrayarse que la del Tambora, al igual que la del Krakatoa en 1883, forma parte del pequeño subgrupo de las llamadas erupciones ultraplinianas, que son aquellas cuyas columnas de materiales lanzados a la atmósfera superan los 25 kilómetros de altitud.
Erupciones volcánicas y eclipses de Luna
Los volcanes no afectan a la mecánica celeste que rige el baile orbital entre el Sol, la Tierra y la Luna. Tampoco los eclipses repercuten en la actividad volcánica. Sin embargo, hay un vínculo entre los eclipses lunares y las grandes erupciones, como las del Tambora, Krakatoa y Pinatubo entre otras muchas. Las erupciones volcánicas enturbian la atmósfera, de forma que el aire está más limpio cuando no hay actividad volcánica y sucio en los meses o años posteriores a una erupción, reduciendo la visibilidad a nivel superficial en las capas bajas de la atmósfera de la región más cercana al volcán protagonista, lo que ha deparado en numerosas ocasiones extraordinarias y coloridas puestas de sol merced a los cambios en la dispersión de la luz. Asimismo, como ya se ha comentado, las mayores erupciones no sólo afectan a los estratos inferiores de la atmósfera, sino que debido a la magnitud de sus explosiones también logran alcanzar la estratosfera, en la que los aerosoles volcánicos pueden permanecer durante años, afectando al clima de la Tierra al reducir la radiación solar. Asimismo, este velo de partículas modifica la transparencia del aire y, por tanto, las observaciones astronómicas desde la superficie de la Tierra se ven afectadas. Curiosamente, uno de los capítulos más significativos en los que se produce una influencia directa de la turbiedad atmosférica por partículas volcánicas son los eclipses de Luna, cuyos matices cromáticos cambian por la presencia (o ausencia) de aerosoles en la alta atmósfera.
En condiciones normales, durante la fase de totalidad de los eclipses lunares, cuando la sombra de la Tierra oculta por completo su satélite natural, la superficie de la Luna continúa viéndose tenuemente porque una pequeña fracción de los rayos solares (aproximadamente un 3%) se refracta a través de nuestra atmósfera e ilumina parciamente el hemisferio lunar visible. Aunque la actividad solar también influye en parte en las condiciones de refracción del aire, el factor determinante en el cromatismo de la imagen lunar durante los eclipses es la presencia de partículas volcánicas en la atmósfera, de forma que durante la fase de totalidad la Luna se observa más clara cuando el aire está limpio gracias a la ausencia de aerosoles y más oscura después de las grandes erupciones, cuando los gases y aerosoles volcánicos distorsionan el paso de la luz del Sol a través de las capas atmosféricas.
En las épocas de gran transparencia atmosférica y nula o escasa actividad volcánica la Luna muestra en la fase de totalidad de los eclipses bellos tonos anaranjados o rojizos, con un brillo más o menos intenso que se percibe sin dificultad a simple vista y de forma más nítida si la observación se realiza con prismáticos o telescopio. En cambio, en los tiempos posteriores a las grandes erupciones se altera esta situación, de manera que las mismas partículas volcánicas suspendidas en la estratosfera, es decir aquellas que ocultan la superficie terrestre a la radiación solar y favorecen un enfriamiento, también modifican la luz del Sol que llega hasta la Luna a través de la atmósfera terrestre durante la fase de totalidad de un eclipse. En los casos más notables, como el del Tambora en el eclipse de 1816 y el del Pinatubo en el eclpse de 1992, desaparece la habitual coloración rojiza que se da en los momentos de la totalidad y la Luna se torna muy oscura e incluso llega a desaparecer a la vista de los observadores. Por tanto, los eclipses lunares oscuros o muy oscuros delatan la existencia de aerosoles volcánicos en la atmósfera y constituyen una referencia histórica de las grandes erupciones.
Escala de Danjon
El ya desaparecido astrónomo francés André Danjon creó en el siglo XX una escala muy útil que permite clasificar los eclipses de Luna en cinco rangos, desde L0 a L4, según la tonalidad cromática que se aprecia durante la fase de totalidad. La escala tiene en L0 su mínimo, en el que incluso por los telescopios la Luna apenas se ve o aparece muy oscura, mientras que L4 es el máximo, que se da cuando la superficie lunar resplandece con un color cobrizo muy claro. En los valores intermedios el color fluctúa entre tonos rojos apagados y anaranjado más brillante. Los rangos L0 y L1 se dan, y así se ha asociado históricamente merced a las numerosas observaciones de eclipses lunares, después de erupciones muy importantes, como las del Tambora en 1815 y la del Pinatubo en 1991, mientras que las L3 y L4 han coincidido con ápocas de nula o escasa actividad volcánica.
En la mayoría de los casos de la historia reciente los eclipses de Luna han lucido bellos tonos rojizos en la fase de totalidad, al haberse producido sin la presencia de partículas volcánicas, pero aquellos que se han observado tras las mayores erupciones llamaron poderosamente la atención de los astrónomos por sus peculiares características. Entre ellas destaca la protagonizada por el Tambora en 1815, de consecuencias planetarias en el ámbito climático por el antedicho enfriamiento, cuyo segundo centenario se conmemora precisamente ahora, en 2016, dos siglos después del célebre "Año sin verano". El 10 de junio de aquel 1816, la Luna protagonizó uno de los eclipses más oscuros de la historia, despareciendo prácticamente a la vista de los astrónomos en los momentos de la totalidad, cuando en teoría debía haber lucido el típìco color rojizo que ya se conocía en la época gracias a la observación de otros eclipses anteriores en condiciones atmosféricas normales. Un año después de la erupción del Tambora, ocurrida en abril de 1815, el tamaño y densidad de los aerosoles presentes en la estratosfera eran tan notables que se produjo uno de los eclipses más oscuros de la historia, mal presagio para lo que ocurriría en las semanas siguientes: el verano más frío que se había conocido en Europa. Las principales observaciones de este eclipse se deben a los astrónomos Wilhelm Beer y Johan Heinrich von Mädler, quienes lo calificaron de muy oscuro.
El volcán Pinatubo y los eclipses de final del siglo XX
Junto a estas líneas se reproducen fotografías tomadas por el autor en el Observatorio de Torremocha del Jiloca (Teruel) que corresponden a los eclipses totales de Luna de los años 1985, 1989, 1992, 1997 y 2000. En ellas se puede apreciar la gama de matices cromáticos que ofrece la imagen lunar durante la fase de totalidad, pero como se puede apreciar es especialmente llamativa la foto correspondiente al eclipse de diciembre de 1992, mucho más oscura. Este eclipse se produjo un año y medio después de la gran erupción del volcán Pinatubo, en Filipinas, acaecida en junio de 1991. Sus cenizas y gases fueron lanzados a la alta atmósfera durante la última erupción pliniana del siglo XX, cuyos efectos climáticos fueron corroborados por la NASA meses más tarde, cuando se observó un enfriameniento global de 0,6 ºC.
Las consecuencias globales de la erupción del Pinatubo, no obstante, apenas fueron apreciadas en el conjunto del planeta, ya que coincidió con uno de los momentos más notables del calentamiento global observado en las décadas de los 80 y los 90 del siglo XX. En España, en cualquier caso, pese a la gran estabilidad atmosférica y el dominio de tiempo anticiclónico, el mes de enero de1992 fue especialmente frío, con temperaturas medias mensuales negativas en algunos observatorios donde no es habitual esta circunstancia. De hecho, estudios como el de Alan Robock indican que el invierno 1991-92 fue más bien cálido en el conjunto de Europa, en contraste a lo ocurrido en España. Lo cierto es que durante 1992 aún era evidente la presencia de aerosoles volcánicos en la estratosfera, tal como quedó patente en los testimonios de numerosos astrónomos que observaron en diciembre de aquel año uno de los eclipses de Luna más oscuros del siglo XX.
En contraste al de 1992, los eclipses de 1985, 1989 y 1997 aportaron los habituales colores entre anaranjados y rojizos que se dan cuando la atmósfera está libre de partículas volcánicas o su presencia no es importante. La gama de tonos rojizos en estos casos, al igual que en la mayoría de los eclipses lunares, se ve influida por factores como la actividad solar, que influye directamente en la refracción de la luz a través de la atmósfera. Cabe recordar aquí que durante la fase de totalidad de los eclipses lunares la luz del Sol no llega directamente hasta la Luna, ya que es bloqueada por la interposición de la Tierra entre aquellos dos. La luz que alcanza el hemisferio lunar visible se debe a que la atmósfera terrestre actúa como una lente gigantesca y refracta hasta allí aproximadamentre un 3% de los rayos solares que recibe.
"Aun a pesar de tener relojes rotos en los baúles, en las Nubes de Magallanes se guardan los más absolutos y recónditos momentos"
Carmen Cortelles
Estrellas y borrascas
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