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CLIMA

El incendio de 1941 en Santander y los vientos pirómanos

La calle San Francisco de Santander el 16 de febrero de 1941. (Colección Samot)

Vista general de Santander después del incendio que arrasó 37 calles. (Colección Samot)

Mapa de superficie del 15 de febrero de 1941 que muestra la profunda borrasca que afectó a la Península. (Wetterzentrale/NCAR)

Aunque desconocido para la mayoría de la gente, éste es uno de los sucesos más excepcionales de la historia del clima de España. Si bien nuestro país no destaca habitualmente por la fuerza de su régimen de vientos, temporales como éste demuestran que el viento es el elemento meteorológico potencialmente más peligroso. Ocurrió el 15 y el 16 de febrero de 1941 y tuvo como protagonista a una profundísima borrasca que hizo caer la presión atmosférica, en el centro de la depresión, a unos 950 milibares. La perturbación se originó en el Atlántico y afectó de lleno a la Península, dentro de la cual la mitad occidental y la cornisa Cantábrica fueron las más dañadas. Las rachas máximas superaron los 100 kilómetros por hora en la mayoría de los observatorios, incluidos algunos de los más alejados de la depresión, como Almería, donde se midieron 126 kilómetros por hora. Sin embargo, este dato resulta anecdótico al compararlo con lo ocurrido en la España bañada por el Cantábrico, que vivió la peor surada del siglo XX.

El incendio de Santander se declaró en la calle Cádiz, pero lo que no tenía que haber sido más que un pequeño suceso en un rincón urbano se convirtió en la mayor catástrofe sufrida por la ciudad. Las llamas iniciales no tardaron en extenderse a los inmuebles vecinos a causa de la fuerza y continuidad de las rachas de viento, que impidieron todos los intentos por sofocar el fuego. Los principales edificios del centro histórico quedaron calcinados y, en esencia, puede afirmarse que la ciudad ardió durante el temporal del 15 y el 16 de febrero de 1941. Las llamas devoraron el ayuntamiento, el colegio de los Jesuitas, el Palacio de Fernando de la Rivaherrera y gran parte de la catedral y del palacio episcopal, pero lo más importante es que se extendió con rapidez por el casco antiguo y destruyó su trama urbana, modificando para siempre la estructura de la ciudad, cuyo corazón tuvo que ser reconstruido. En el Santander actual llama la atención, precisamente, la ausencia de numerosos símbolos arquitectónicos de su historia, que desaparecieron con el incendio de 1941. El colosal siniestro afectó finalmente a más de 37 calles, lo que equivale a afirmar que arrasó gran parte de la ciudad histórica.

Anemómetros destruidos

De la violencia alcanzada por el temporal en la ciudad cántabra da una idea el hecho de que la velocidad del viento no pudo registrarse porque los anemómetros también resultaron destruidos. Se cree, en cualquier caso, que debieron superarse los 180 kilómetros por hora, pero lo más importante no fue eso, sino la persistencia de las rachas, que avivaron y propagaron el fuego de forma incontrolable. Las estimaciones sobre la magnitud del temporal parten de los datos de otros observatorios meteorológicos relativamente próximos, como el de San Sebastián, cuya racha máxima durante el temporal fue de 180 kilómetros por hora. Aunque no se descarta que en Santander las velocidades fueran superiores, cabe pensar que los registros más intensos debieron ser de ese orden. El hecho de que el récord de viento actual de Santander corresponda al 12 de diciembre de 1979, con una racha de 167 kilómetros por hora, se debe con toda probabilidad a la circunstancia de que faltan los registros de febrero de 1941 porque el instrumental de medición no sobrevivió al extraordinario temporal.

Al margen de estos datos concretos, resulta evidente que Santander y su microclima tienen en el viento uno de los mayores peligros para la integridad de la ciudad, ya que lo ocurrido el 15 de febrero de 1941 tuvo un precedente bastante cercano. Efectivamente, otro incendio de grandes dimensiones afectó a un importante sector de la ciudad el día 28 de febrero de 1877. También en esta ocasión fue el viento el motor encargado de agigantar la catástrofe al extender las llamas iniciales. Como en 1941, se trató de una surada.

Viento "pirómano"

Los incendios de 1877 y 1941 estuvieron asociados en su evolución al papel desempeñado por una situación de vientos del sur, cuya sequedad y fuerza contribuyeron a la extensión del fuego por la ciudad. Por ello, los habitantes de Santander y de otros lugares del Cantábrico temen desde siempre a las suradas por sus notables peligros. No es ninguna casualidad que las voces populares de esta región española conozcan como “viento pirómano” al aire que sopla del sur, que no sólo ha influido decisivamente en las catástrofes mencionadas, sino también en los incendios forestales y, por supuesto, en las principales olas de calor vividas a orillas del Cantábrico. Habitualmente, el viento del sur llega hasta allí resecado por el efecto catabático, de la misma forma que ocurre con el viento de poniente en numerosas zonas de la costa mediterránea. Aunque el temporal del 15 y el 16 de febrero de 1941 fuera extraordinario por la fuerza del viento, lo más significativo de la suradas es la sequedad del aire, así como el calentamiento que sufre al cruzar una parte de la Península, ya que en el recorrido se produce un ascenso inicial del flujo y un descenso posterior al verse obligado a cruzar la barrera de la cordillera Cantábrica. En ese proceso el aire pierde una notable carga de su humedad inicial, como sucede en la vertiente norte de los Alpes con el viento föhn, al que los habitantes de las regiones alpinas de Suiza, Austria y Alemania atribuyen efectos malignos en la salud.

Las suradas en el Cantábrico y el viento de poniente en el Mediterráneo juegan un papel similar en el clima. Los récords de calor en numerosos observatorios de ambas zonas se han registrado con este tipo de situaciones, en las que el efecto catabático modifica las condiciones iniciales de la masa de aire y este se recalienta al atravesar barreras orográficas: la cordillera Cantábrica en el caso del tercio norte peninsular y la meseta en el caso de la costa mediterránea.

(Este texto está extraído del capítulo "Los caprichos de la atmósfera" del libro Guía del clima de España, de Vicente Aupí)

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