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CLIMA

La nieve y la memoria climatológica

Nevada de las navidades de 1962 en Barcelona. (Foto: Xavier Agramont)

Valencia durante la célebre nevada de enero de 1885, en una de las fotografías tomadas por Antonio García Peris, suegro del pintor Joaquín Sorolla. (Foto: Museo Sorolla)

Acerca de la nieve, uno de los mitos es que no cae tan abundantemente como en otros tiempos. En los pueblos del interior de España es fácil encontrar testimonios que dan a entender que antaño nevaba mucho más que ahora. Pero lo cierto es que tendemos a simplificar las cosas. La ciencia ha demostrado que a medida que transcurre el tiempo modificamos nuestros recuerdos y los idealizamos hasta el punto de que la memoria altera nuestra percepción de los hechos reales del pasado. Y esto es particularmente cierto en lo relativo a la memoria climatológica: al mirar hacia atrás lo hacemos recordando quince o veinte años como si fuesen un único instante del tiempo, pese a que durante ese periodo ocurrieron muchas cosas. El presente, el día a día, está lleno de acontecimientos diversos que vivimos momento a momento, pero los episodios climáticos del pasado tendemos a agolparlos, y eso nos lleva a idealizarlos, de la misma forma que hemos hecho una leyenda del sabor que tenía la fruta cuando éramos pequeños.

Espesores de 4 y 5 metros

Las cosas, sin embargo, son bastante más complejas. Durante la década 2001-2010 ha sido más que evidente el protagonismo de la nieve en gran parte de España. Algunos de estos últimos inviernos se han cubierto de blanco no sólo zonas muy próximas al Mediterráneo, sino que en la cordillera Cantábrica se han registrado algunas de las mayores nevadas de la historia. En el valle de Somiedo, por ejemplo, en el año 2005 se acumularon mantos de cuatro y cinco metros de altura que prácticamente sepultaron algunos pueblos.

En el extremo opuesto, recordaré siempre la desesperación reinante en algunas estaciones de esquí pirenaicas cuando en enero de 1986 la nieve no sólo no había aparecido, sino que a 1.600 metros de altitud los termómetros rondaban los 10 grados y la lluvia le arrebataba su sitio a la nieve. Aquella década de los 80, como la de los 90, fue una de las peores para los amantes del deporte blanco y también para quienes simplemente disfrutan de una divertida excursión a la naturaleza tras una hermosa nevada. Pero aquella etapa también tuvo sus precedentes en el pasado, aunque aparecen diluidos en nuestra percepción del clima pretérito por culpa de nuestra mala memoria.

El boom de 1970-71

En su libro Crónica montañera, José Soler Carnicer rememoraba hace algunos años el boom que supuso para el esquí la temporada 1970-71. Los críos y los más jóvenes ni lo sabrán, pero aquel periodo fue el que movió a miles de valencianos a acercarse a la nieve y acabó materializando la viabilidad de las cercanas estaciones de esquí de la provincia de Teruel. Las navidades de 1970-71 fueron las más nivosas en mucho tiempo, y la temporada se prolongó hasta pascua. Eso, aunque parezca de otro tiempo, ha sucedido en varias de las temporadas más recientes, en las que las nieves han perdurado en las cordilleras hasta bien entrada la primavera. Sin ir más lejos, iniciados los veranos de 2008 y 2010, los Pirineos mostraban un aspecto insólito, con extensos sectores llenos de neveros.

Alguien dirá que en grandes ciudades costeras españolas como Valencia no ha vuelto a cuajar la nieve desde enero de 1960, lo cual es cierto. Pero la culpa no es del cambio climático, sino de la metamorfosis urbanística. El problema es la isla de calor urbana, que es un efecto climático local pero no global. Probablemente, con las mismas condiciones meteorológicas que se dieron el 11 de enero de 1960, fecha del último manto blanco en Valencia capital, la nieve no cuajaría en la actualidad, porque las calles están demasiado cálidas para ello. La gran ciudad exige ahora episodios más fríos que los de antaño para que la nieve pueda cubrir sus tejados.

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