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ASTRONOMÍA

Los grandes impactos cósmicos de junio

Crater Girodano Bruno: Se cree que el cráter Giordano Bruno fue excavado en la Luna por el impacto de un meteorito que observaron varios monjes de Canterbury en el año 1178. (NASA)

Tunguska: Una de las impactantes fotos de la expedición de Leonid Kulik en la zona cero de Tunguska, donde miles de árboles fueron derribados por el impacto cósmico.

Sucedió hace 831 años: «Alrededor de una hora después del atardecer del 18 de junio de 1178, cinco testigos vieron cómo el cuerno superior de la brillante Luna nueva repentinamente se partió en dos. Del punto medio de esta división surgió una llameante antorcha, que expelía fuego, brasas incandescentes y chispas. . . El cuerpo de la Luna, que era carcomido, palpitaba como una serpiente herida…». Esta crónica de Gervasio de Canterbury narra uno de los grandes sucesos de la historia de la astronomía, uno de los pocos casos en los que alguien ha observado cómo la Luna era blanco del bombardeo meteórico al que ha sido sometida durante millones de años. Varios monjes vieron junto a la célebre catedral de Canterbury la caída de uno o varios meteoritos sobre la Luna. Ellos lo observaron en tiempo real, como nadie más lo ha hecho, pero las huellas de ese castigo cósmico se pueden ver cada noche cuando miramos la Luna: son los cráteres de su superficie, rota a lo largo de su historia por gigantescas colisiones que suceden a intervalos de miles o millones de años. Se cree que la colisión de 1178 excavó el cráter lunar que ahora lleva el nombre de Giordano Bruno.
Y la Tierra no ha sido ajena a ese bombardeo; realmente, aquí podríamos ver las mismas huellas de impacto si nuestro planeta no estuviese vivo, pero la atmósfera, el agua y la vegetación se encargan de borrar esos vestigios, algo que no ocurre en la Luna, donde la ausencia de tales elementos permite que las señales de catástrofes cósmicas queden inmortalizadas ante nuestra vista.
Todo esto no significa que debamos vivir asustados, porque los grandes impactos sólo ocurren a intervalos de miles o millones de años, pero tampoco significa que debamos ignorarlo. Lo digo, precisamente, el día del solsticio que marca el cambio de estación en ambos hemisferios: en el boreal comienza el verano y en el austral llega ahora el invierno. Sólo es una casualidad, pero el solsticio de junio coincide con una de las semanas más críticas del año en lo concerniente a la caída de meteoritos. Afortunadamente, hablamos de meteoritos mayoritariamente pequeños, pero está constatado que algunos de los más importantes de los siglos recientes se han producido en estas fechas. La clave no está en el solsticio, sino en que en esta época del año la Tierra y la Luna cruzan el enjambre meteórico de las Beta Táuridas. Nuestro planeta y su satélite pasan ahora por el sector del espacio en el que hace millones de años se despedazó algún cuerpo celeste, cuyos restos han quedado diseminados por dicha zona y cuyo fragmento más destacado parece ser el cometa Encke. Cuando pasamos por allí cada año a bordo de nuestro mundo —lo que sucede, aproximadamente, en el transcurso de las dos últimas semanas de junio—, muchos de esos fragmentos, casi siempre de pequeño tamaño, caen en forma de meteoritos a la superficie terrestre. La dirección aparente de procedencia está en la perspectiva de la constelación de Tauro, de ahí que se les haya denominado Beta Táuridas, ya que en noviembre hay otro enjambre mayor con el mismo radiante, el punto del cielo del cual parecen provenir. Y casi nunca las vemos porque, a diferencia de la lluvia de estrellas fugaces de las Perseidas, —las lágrimas de San Lorenzo de agosto—, la mayoría no se producen de noche sino de día, a plena luz, ya que en junio el Sol está en la misma dirección que el radiante.
Pero aunque no veamos casi ninguna, estamos ante un enjambre de restos cósmicos que ha protagonizado alguno de los grandes sustos para la humanidad. Uno fue el de 1178, ocurrido el 18 de junio en la Luna. El hecho de que el impacto fuera allí y no en la Tierra supuso una afortunada casualidad, pero a efectos astronómicos carece de importancia. Y otro fue el del 30 de junio de 1908 en Tunguska, una remota región de Siberia donde un fragmento de cometa de unos 100 metros de diámetro chocó contra nuestro planeta y generó una explosión similar a la de una bomba atómica. Desde entonces no ha habido otro impacto tan notable.

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